A cal y canto he cerrado las puertas de mi memoria a tu recuerdo, mantengo los contornos limitados pero a veces y a traición te cuelas por los rincones que quedaron desamparados. Y penetras en silencio hasta el mismo centro de mi cuidado, y allí, sin permiso, te aposentas sin compasión, de una parte a todas partes, hasta hundir la daga de la victoria en el mismo centro de mi débil corazón.
Y ahí te haces notar y me dueles, hasta que, con dedicación, de nuevo extraigo las armas de mi ahínco y te barro de mi memoria hacia las lindes del olvido, donde momentáneamente quedas rendido hasta que un suspiro, exponente de mi debilidad, te urja a despertar y vuelvas a realizar otro cerco a mis sentidos.
Regresándote real, derramando ternura por todas mis aristas, y con el ímpetu de tu ardor, vuelvo a creer en ese amor que divulgan los poetas. Ése que delinean en trazos, a metáforas y líneas; labrado en fino pergamino con la tinta escarlata del amor, forma eterna de una pasión que palpita: ése, hilvanado en las notas, uniformes o místicas, de ensalzadas sinfonías. O, por júbilo, ése que impregna todos los versos de amor, de todas mis amorosas y apasionadas poesías.
Hasta que de nuevo me revuelvo contra el ámbar de tus ojos que a veces son una noche de menguante luna y de crecientes luceros, que me dicen sin hablar: ¡Chiquilla cuanto te quiero!
Tú sin mí perdido
Tú conmigo todo
Presencia que aún dura cuando cierras los ojos.
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¿Ámbar?
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