Ella.
Fue una muchacha que me enseñó canciones,
una bocanada de brisa azul y fresca
aposento de amor suave y libre
como el alucinante paso de las gacelas.
Tenía su aposento en la dulzura
hasta los pájaros se posaban en su trenza,
a golpe de amor convertía en azúcar
todo aquello que sus pies tocaba en las aceras.
Tenía la costumbre de cantarme entre su pecho
convertía en silencio el dolor y la pena,
sabía del vuelo azul de las gaviotas
hacía melodía del zumbar de las abejas.
Era una muchacha alegre
conocedora de poetas y mareas
bailaba como una espiga al son del viento,
blanda y firme como la dulzura de las fieras.
Me dejó la niñez eternizada
con mis risas girando en las veletas
me contaba cuentos bajo el olor a dalias,
me prendía el vuelo de las luciérnagas
en mis sandalias.
Aquella muchacha es mi madre,
cuando era fuerza y adolescencia,
la contadora de historias en verano
bajo la tenue luz de los astros.
Tras su mirada el mundo casi no era este mundo
incorporado a una pura zona de estrellas,
era ella, ella era, la mejor madre joven y vieja
hecha de carne y éter, bella como la primavera.
A mi madre con el amor que me dio y con el mío muy superior.
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Huellas.