A la Niña le gustaba acompañar a su padre a la mina. Sarita siempre fue muy activa y decidida, pero sobre todo, siempre quiso adelantarse a su tiempo, ella, si quería crecer.
El sábado le gustaba más que cualquier día de la semana, el viernes en la noche se iba a dormir muy temprano para así al día siguiente levantarse a las cinco de la mañana y acompañar a su padre, le costó mucho convencerlo y utilizó todas sus armas de niña paciente y capaz para poder manejarlo, pero Sarita era el ojito derecho de su padre, fue así como acabó llevándosela todos los sábados, a pesar de tener que madrugar demasiado, y terminó enseñándole a distinguir los minerales, el motivo de las grietas y los colores de la tierra.
Al amanecer olía a libertad…
Ambos en la oscuridad del camino, la aspiraban hondamente y cómplices se cogían de la mano, perdiéndose entre las sombras.
Sara se movía en una especie de ensueño, contenta con esa irrealidad febril de lo no acostumbrado.
A la salida del pueblo, después de cruzar el dique chico ya sin temor de despertar al pueblo, su padre comenzaba a entonar una canción,( esta es mi voz que es mi sangre y tu memoria y la sentirás cuando no la oigas, te la traerá el viento y nunca estarás sola… laralala…) primero entre dientes y labios, susurrando, como un canto mudo que a Sara le llenaba el pecho de emoción impulsándole la voz, y ambos agarraban el ritmo a la vez, mientras la luna-aún- se montaba en un cúmulo de nubes iluminando el borde de los caminos negros de mina de carbón…
La niña iba feliz dentro de sus botas, con su cestita de alimentos que le había preparado su madre y el abrigo sobre ella, como si la tapara un matorral…
A su lado su padre, alto, delgado, de ojos azulísimos que relucían como un manto azul sobre las sombras del campo…
Ese día ellos llegaban antes que el resto y aprovechaban para desayunar y luego, cuando su padre repartía el trabajo a los mineros, se dedicaba a llenarle la cesta de minerales poniéndoles nombre y enseñándola a distinguirlos, algo en lo que ella ponía sus cinco sentidos y disfrutando de esa libertad se sentaba en los riscos pletórica de sueños y vitalidad, absorbiendo la magia de la naturaleza, como agarrada a un asa de viento, mientras su padre, disfrutaba observando.
Esos momentos eran espacios quietos de un presente con calma, luego fueron el refugio que permite recordar… él le contaba como era cada rincón de la tierra, ella sonreía haciendo preguntas y ambos reían a carcajadas que eran ecos en la mina esparcidos en el viento.
Luego él la besaba en el pelo despeinado y jaspeado por manchones de carbón, como quien besa un sol estriado y la llevaba a casa a media mañana, sorteando riscos y jaras, contenta pero cansada.
Todos los sucesos especiales son inmortales, obran en nosotros en el transcurrir del tiempo, invisibles, insospechados. Pueden dormir a veces, pueden ser soñados en el infinito anhelo de recuperarlos, pueden quedar sepultados, aplastados, bajo ingentes masas de vivencias y nuevos sucesos y recuerdos diversos, pueden dormir y ser soñados… y sin embargo, aunque estén dormidos, distantes, viven en nosotros y nosotros vivimos en ellos, enraizados…
Como esas culturas y civilizaciones muertas que son despertadas de continuo, esas que tienen tendencia a callar con frecuencia debido a su paso, y así engañarnos como si ya no estuvieran entre nosotros y en nosotros, pero que una vez llamadas al recuerdo, a la memoria, vuelven a actuar… un recuerdo, un hallazgo, nos advierten repentinamente de su tácita presencia, y entonces, nos asalta una extraña sensación de emoción, como si quisiéramos llorar por algo o alguien que tenemos muy cerca, incluso dentro, y que hemos perdido… pero que siempre recuperamos cuando como por ejemplo, mi madre me contaba esta historia…