La vida está llena de olores, a veces ellos te llevan a recuerdos de cosas y casos que viviste, se identifican los aromas de las etapas distintas que vives y que incluso marcan tu vida de tal forma que reconoces hechos por olores.
Este escrito me ha surgido al respirar algún aroma de los que recuerdo de cuando era muy pequeña, el olor a sol y a sal al abrir los balcones, el del rumoreo confuso de hojas de árboles y de luces mezcladas, el olor a café recién hecho y a mermelada y tostadas de la casa de mis abuelos en el pueblo cuando era la temporada de la recolección de fresas, el puchero de mi abuela, el olor que subía desde la cocina y aquél olor a muchacha de mamá cuando abría la puerta de mi cuarto cediendo de par en par, ante su estruendosa entrada, como una corriente de aire, descorriendo las cortinas y subiendo las persianas de la buhardilla que era mi habitación _ venga a desayunar_, obligándome a cerrar y abrir los ojos apabullada, ese despertar que tanto me gustaba.
Me gustaba mi vida, mi niñez, mi adolescencia y mi forma de crecer, entre el lento y a veces rápido pasar dulce de los años, en la dulzura en la que me criaron, me gusta lo que tengo, la misma dulzura que conservo.
Mis amigas decían que mi casa podría ser llamada muy bien la casa de los aromas. Entonces era una casa muy peculiar, a la entrada olía a toda clase de flores y plantas y a pinos que la rodeaban. Luego cruzabas una terraza antes de llegar a la puerta llena de arcos de rosas de pitiminí, esas Rosas pequeñitas que en Andalucía se enroscan en alambres y se les da forma, y a ambos lados, arriates de Azucenas, Gladiolos y Dalias. Luego de abrir la puerta de la calle, en el recibidor, olía a jazmines que mi madre ponía todas las mañanas en recipientes de cristal, si pasabas al primer salón olía a los pétalos de rosas que también colocaba de todos los colores, traídas del patio, a los lados de ambos recintos las puertas de tantas habitaciones y los cuartos de baño que olían a lavanda y azahares, y en el segundo salón donde comíamos y veíamos la tele y jugábamos en las mesas a los juegos, ya olía a yerbabuena, este daba a la cocina, si entrabas ya se mezclaban los olores de las ollas de mi abuela, de sus comidas, sus postres y sus compotas, luego pasábamos al primer patio que estaba techado por una gran parra de uvas negras enormes que en su época olía a ellas, a la derecha una escalera que llevaba a la terraza toda cubierta de jazmines y detrás donde se tendía la ropa, los naranjos oliendo a azahares, y debajo los bancos de hierro hechos por mi padre y los arriates de romero, perejil cilantro y demás especies que en las noches de verano y bajo la luz de la luna sus aromas eran bálsamos agradables para las noches serenas, era donde mi madre nos contaba los cuentos y las historias al lado del limonero, de los que ya hablé en este blog.
Seguidamente, el segundo patio, donde estaba el cuarto de baño para las duchas de la piscina y un salón con chimenea donde celebrábamos las navidades con una familia larguísima; y rodeando la piscina, después del césped, árboles frutales, manzanos, perales, melocotoneros, mayuelos nísperos, la vieja higuera y el membrillo que a mi abuela la dulcera, le servían para sus mermeladas y compotas, y más abajo, la huerta y el muro donde a veces se posaban las gaviotas del mar tan cercano, y a sus pies, rosas, rosas de todos los colores... después de la huerta, la puerta verde, y ya más alejados, los grandes campos de fresas.
Cuando corría un poco de brisa y se abrían las puertas y mi abuela hacía los dulces de canela, los olores transitaban a conciencia, logrando con ellos metáforas que se prolongaban en todos los objetos... y traspasaban las grandes cristaleras... No me digan que mis amigas, no tenían razón...
Ahora desde que murió mi padre, apenas si vamos y la casa, llora silencio por las rendijas... pero sigue siendo preciosa.