
Este mar que ahora se me antoja sin la presencia de papá una enorme laguna de inmovilidad…
Desde esta ventana donde apoyo los codos con la misma inocencia de la niña que creció apoyada en esta ventana de atardeceres rosáceos de verano o grises de inviernos, con trozos de yerba y de árboles sobre mi pelo, mirando a lo lejos el campo y el mar, ese mar que llevo aún en la mirada.
Y esa mirada que ve como siguen conociéndome, el aire, los pájaros, los pinos, el ocaso, los ruidos, en esta infinita región que también reconozco, esta casa, estas flores, mis libros, mis poemas grabados en los bancos del patio...
Vine a ver la casa y como siempre que vengo, me azota la tristeza, me reta, se ensaña conmigo, me pone su mano oscura sobre el corazón, rozándome entre lunas, entre filos ardientes, entre las hojas humildes del limonero y la parra, pero siempre al irme le gano la batalla, porque no sé qué y como, algo que no veo pero que siento, una luz interior, me ilumina los recuerdos generosos, los rostros que encienden mi alegría, los que llevo junto a mi corazón, me hacen volver a mi otra casa donde me espera mamá, y de otro modo también papá, con otra forma de sentir la vida, porque estas visitas a la casa grande, es una forma de crecerme en mi misma…
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Huellas.