
En esta noche tan fría,
cubierta de un bello manto de estrellas,
aquí, sola, en mi helicón, cuando ya veo más
cerca aquél lejanísimo infinito que desde la
muralla alta nunca lo imaginamos alcanzable,
vuelvo a coger mi pluma para emborronar
otra hoja y que el apacible céfiro al pasar esta
madrugada te la lleve hasta tu alcoba.
Hoy al atardecer cuando llevaba a mis labios
un último sorbo de café, al dejar el vaso sobre
mi escritorio, te vi cuando pasabas por la vieja
morera, que antaño reflejaba el rosado de sus mejillas
en las que fueron cristalinas aguas del hoy, desaparecido
regajo; en que en alguno de sus remansos, en aquellos largos
atardeceres de verano, nos complacía con la belleza multicolor
de los tritones que lo habitaban.
Después entraste en un negro asfalto y mi vista se nubló
con un velo polvoriento, como aquellos que nos cubría en
nuestros anhelados paseos por esa misma senda.
Entonces pensé que estaría algo cansada, me froté los ojos y
te dejé de ver, y salí, sin rumbo, comencé a andar y mi corazón
lo sentí desbocarse y empezó a galopar por las inmensas llanuras
de arenas rubias, de las playas eternas de mi pueblo.
Entonces se paró, como otras veces lo ha hecho al pensarte, y
como jinete de un bello Alazán, bajé de mi montura y busqué,
entre mis manos las tuyas para entrelazarlas, y teñirlas del
verde de mis ojos color esperanza.
Tantas veces he tirado de la larga cuerda del tiempo y he
traído como hoy hasta mí, muchos preciosos momentos.
He seguido caminando y he llegado al viejo y bello ayuntamiento,
parece que he oído un Te quiero, pero de nuevo estoy soñando,
Se ha hecho de noche y me he tapado con su manto estrellado
y acurrucada a tu ausencia, he soñado hasta que
las luces de la ciudad han ido perdiendo intensidad y me han recordado
que debo volver a casa.
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Huellas.