
Lo quería todo el mundo, porque nunca dio motivos para lo contrario.
Un día murió y el mundo se hizo pequeño, débil, vacío para quienes le quisieron y conocieron.
Sobre todo para mí, que me educó y siempre me escuchaba y me enseñaba los valores que te hacen ser persona, fue un duro golpe para una niña, se me quedó la boca dormida y el corazón no estaba ahí, durante mucho tiempo sentí una terrible amargura, a la que tuve que matar para que dejara de doler.
De repente en el cielo la luna se rompió y lloraba estrellas que las nubes no podían tapar y llovía en mi corazón llovía… entonces le oía y mis lagrimas se convertían en ríos bajando por un desierto al que llenaban de vida… qué hubiera sido de ese desierto sin mis lágrimas, me hubiera ahogado por dentro y secado por fuera…
Durante mucho tiempo, tanto que ni supe contarlo, lloré ríos, mares y océanos, en mis noches de infinita duermevela, en aquellos días hubiera matado al cielo, clavándole mis uñas por si lo resucitaba y me lo devolvía, qué inocencia la mía pidiéndole un deseo que no se cumplía, poder ver, tocar, oír, hablar a mi abuelo.
El cielo era egoísta no se interesaba por mi dolor, era como un agujero negro, infinito, en el que yo buscaba desesperada su figura, su sonrisa que me tranquilizara, nunca sucedió, era pequeña para poder entenderlo, después y ahora, desde hace ya mucho tiempo, sé que se quedó conmigo, que nunca se fue mi abuelo. La amargura no se aferra, menos mal que se suaviza con el tiempo y es cuando te das cuenta que eres tú misma quien despierta al cielo de su letargo y que lo abarcas con el corazón y las manos infinitas, entonces sientes tu alma llena de el alma que parece y no se fue.